A partir de La defensa de Bizancio, una pintura de Íñigo Navarro Dávila, he escrito este poema, que probablemente forme parte del poemario en el que estoy trabajando ahora, La revolución exquisita.
Licántropo
Su sombra entre las rosas a nadie le inquietaba,
tal vez la dentición de las fauces de hierro pasaba por espino
y el aliento del lobo era néctar de flores y miedo embalsamado.
Atravesó el jardín cuando todos dormían. Sobre el suelo,
de mármol, le esperaba el guardián:
las patas estiradas como dos alabardas
y sus ojos sin órbita,
a punto del mordisco.
No era una opción salir huyendo
de la casa, ni ser herido, quién sabe si muerto
por el disparo seco de una escopeta.
Se ofrecería hasta la muerte o el deseo,
incluso hasta cierto amor que surge,
con violencia, cuando golpean a su rival
los púgiles. Se lanzó contra el otro animal hambriento
en una danza sobre la mesa de roble oscurecida,
al mismo tiempo que rayaba el alba en los cristales
y se escondía la noche por debajo de los muebles.
Rompió el jarrón de porcelana de Meissen
que más tarde lamería en busca de su sangre.
Aulló como un salvaje, de sudor y placer
más ebrio que la Luna,
y después marcaría de orina las estancias
asustando a los niños y a las niñeras
hasta que los señores le vieron
emerger de la penumbra como una aparición
y se hizo humo y ceniza.